domingo, 28 de abril de 2013

LA GEOMETRÍA DE LA HISTORIA
Desde que los seres humanos pensamos la historia como totalidad, lo hemos hecho, vaya a saber por qué, bajo especie geométrica. Una de las formas más sencillas que le hemos asociado es la de la línea, tal vez porque nos resulta accesible pensar así al tiempo, íntima materia de la Historia. Pero se dan discrepancias en cuanto a si esa línea va ascendiendo hacia alguna plenitud o descendiendo hacia alguna catástrofe. En esto difería el pueblo hebreo, por un lado, que veía hacia adelante la llegada del Mesías, o el mito que encontramos por ejemplo en Hesíodo, el de las edades en decadencia, desde una del oro hasta - la nuestra - una edad de hierro. El ciclo es otra forma: con ella pensamos que todo ha de retornar. "Todo lo recto miente. - dice el enano en el capítulo El rostro y el enigma, de la tercera parte de Así hablaba Zarathustra - Toda verdad es tortuosa. El tiempo mismo es un círculo". Algunos han perfeccionado la imagen del círculo, combinándola con la de la línea, y nos propusieron una historia en espiral, donde todo vuelve pero con cambios, creciendo hacia el infinito o colapsando hacia un centro...
Mucho se ha discutido, además, acerca de cuál de estas, o cuál otra, es la imagen de la historia que trae consigo el Cristianismo. También allí se conjugan, en paradójica complementación, las visiones optimistas y pesimistas; y si el Apocalipsis nos presagia, por un lado, penurias sin cuento en el final, también nos anuncia las imágenes gloriosas de una ciudad definitiva con "un nuevo cielo y una nueva tierra". En ese libro, sin embargo, los cristianos, en medio de la persecución, sólo podían concebir la plenitud y el triunfo por detrás del gran sufrimiento, y la realización histórica más como una acción correctiva de Dios, que como un producto de la acción humana.
Esa visión ha cambiado para nosotros. La perspectiva del fin, ya no es la de una inminencia que nos rescata de la desgracia presente. Ya no es la de ese grito final, "Ven, Señor Jesús". Sabemos que hay tiempo entre la primera venida, la Encarnación, y la segunda, la Parusía.
Así, se ha ido configurando otra imagen de la Historia: la de una parábola, un movimiento, una tensión, un afán que culmina en un punto y allí quiebra su dirección y cambia. Los dos largos momentos, de ascenso y descenso, más que valorativamente, uno de la Bondad y otro de la Iniquidad, deben ser sentidos, mejor,  en su dinámica. El primero obtiene su energía del impulso inicial, de la fuerza del origen; el segundo la saca de la lógica y de la atracción del fin. La Encarnación quiebra el curso de la Historia, la parte en dos. La inconmensurable novedad del Hombre-Dios es como un cataclismo que cambia el eje de toda vida humana. Ya nada puede ser igual. No importa mucho que sea crea o no en su verdad. El hecho de que esa unión se haya propuesto, no como la verdad virtual y trascendente de un mito, sino como un suceso, no puede dejar ya a nadie indiferente. A favor o en contra.
Como en la imagen del movimiento parabólico, es difícíl percibir el punto en que el rumbo cambia. El momento es, aparentemente, uno más. Es tan infinitesimal la variación que parece despreciable. Pero luego de dos mil años, ya no podemos dejar de ver.
Y estamos en la segunda faz de la parábola. Los signos son innumerables y hay una fuerza, como la de una imantación, que nos arrastra, y que actúa más allá de nuestra propia voluntad. Que, incluso, actúa en nosotros mismos, sin que lo sepamos muchas veces, con un querer nuestro muy íntimo, que tal vez hasta podemos ignorar.
Descubrir y asumir ese querer cambia el sentido del segundo momento y ya no lo concebimos como una decadencia sino como un camino hacia otra plenitud. Dios no nos afecta ya como el autor del comienzo, del que la Historia no deja de alejarse, sino el punto al que la Historia se aproxima.
Las versiones son incontables.
El Übermensch de Nietzche, no es tal vez sino ese dios de mañana. Y el hombre es esa cuerda tendida entre el animal y el superhombre, "una cuerda sobre un abismo", nos advierte.
La presión del segundo momento de la parábola es, posiblemente, la que lleva a Gianni Vattimo a valorar la secularización cristiana, no como un vaciamiento sino como una realización.
El punto omega, el punto del final, según el padre Teilhard de Chardin, opera en el tiempo histórico, pero también en el biológico, y en el cósmico.
Las versiones de esta concepción son innumerables.
La más sintética que conozco, tal vez la más brutal e impresionante, es la del verso de César Vallejo, que me acompaña hace décadas como una obsesión, como una luz: "No hay dios ni hijo de dios sin desarrollo".
Y acabo de releer una, que tenía casi olvidada. Y que me parece la más bella.
La pondré en el próximo post.