Madrid, 8 de Marzo de 1995.
Estimado Señor:
Hoy
lo rescaté del olvido. Pero, en realidad, no fui yo, sino Ud. Tanto me movieron
unas páginas de Compostela y su ángel, que desentumecí la fantasía y
aprovechando que puedo acceder a una guía de teléfonos, me animé y aquí estoy.
No
creo interesantes otros detalles: soy un lector. Ud. sabe todo lo que eso
quiere decir: alguien que sabe vivir en otros mundos con otras vidas, que sufre y espera
con otros seres lejanos e inasibles, que se goza en los sutiles y extraños placeres
del adjetivo justo y de la voltereta gramatical.
Es más: soy un lector de Torrente Ballester (le pido que asigne a la preposición el énfasis que le cabe). Quiero decir que aquellas experiencias se acentúan cuando se trata de un libro suyo. Y que a ello se agrega una no sé cuál complicidad con el autor, de la que Ud, que en ella participa, acaba de enterarse. No pretendo explicar estas cosas: sólo declararlas. Declaro que he pasado una parte de mi vida en Pueblanueva del Conde (y un poco de ella se me ha quedado allí). Declaro haber sido partidario del encuentro prohibido del rey con la reina (que no lo sepa la Santa Inquisición). Declaro que la decadencia y el final de los dioses de Homero me ha suscitado una sonrisa un poco ama
rga. Declaro mi sorpresa y mi perplejidad ante esa vana eternidad de Don Juan.
Podría
continuar pero no lo hago porque temo estar usurpando este lado de la palabra
que a Ud. le corresponde. Al fin y al cabo, mi intención bien puede resumirse
en una frase de admiración y de agradecimiento: gracias por las palabras y
gracias por los mundos.
Que el lector abandone su silencio es tal vez
una extravagancia muy propia de nuestros tiempos. Extravagancia o no, que
sirva en este caso como una señal que echa luz sobre el siempre misterioso
destino de los libros. Sepa que este lector, que tiene al menos el mérito de
ser uno de los más remotos, acoge a los suyos con calor y amistad.
Afectuosamente,
Eduardo Bibiloni