sábado, 31 de mayo de 2014

UNIVERSO CLAUSO – UNIVERSO ABIERTO

Para quien ha aprendido mucho de los libros, el hecho de que una revelación proceda de un comentario al pasar de alguien no demasiado entrelazado con la propia vida, es algo digno de nota. Y por eso prefiero remitir esta reflexión a una persona y no a alguna lectura citable.

Mis recuerdos de Miguel Bouchard tienen ya más de veinte años y no son numerosos. Los acontecimientos que me vinculan a él son escasos. Sin embargo, dos de ellos, al menos, son significativos en mi vida. El fue el artífice de un Curso de Mapuche, en la Alianza Francesa de Comodoro Rivadavia, que dirigía por aquellos años, gracias al cual tuve mi primer contacto con esa lengua.

Pero he de referirme al otro, menos datable, menos notable, menos institucional, adecuado sólo a una biografía interior.

Viajábamos los dos en avión hacia Buenos Aires y, no sé si por coincidencia o elección, lo hicimos en butacas contiguas.

Tampoco sé de qué otros asuntos hablamos, ni cómo vinimos al punto. El caso es que en un momento de la conversación aludí a esas teorías, ya no muy de moda por entonces, que postulaban una antigua colonización de la tierra por habitantes de otros mundos y a una de las pruebas que se aportaban a favor de ella, la de cierta isla en el Nilo, cuya forma recuerda la de un elefante y que, coincidentemente, lo refleja en su nombre. La prueba decía, previsiblemente, que sólo quien la viera desde arriba podía advertir esa semejanza, o sea, un extraterrestre. Los antiguos egipcios no hubieran podido por sí solos hacerlo sin esa perspectiva añadida por no disponer de la posibilidad de elevarse físicamente a la altura necesaria.

El comentario de Michel llegó naturalmente, sin ninguna pedantería intelectualista: no, no podían físicamente, pero sí podían hacerlo mentalmente.

Era evidente, aunque yo no lo había pensado. La prueba de aquellas teorías se venía penosamente abajo. Si los navegantes del Renacimiento pudieron delinear aproximadamente la forma de continentes, cómo no iba a ser posible hacerlo con una isla mucho más pequeña.

Esa breve iluminación me ahorró innumerables tratados de filosofía y de psicología.

Y allí tal vez debiera dejar este recuerdo, pero le agregaré dos notas lingüísticas. Y elaboraré sobre ellas algo más. Espero, por no manchar la experiencia original, que estos comentarios, ahora, al cabo de los años, no le agreguen la pedantería que entonces le faltó.

Esta capacidad de excentración es, más que la socialización, lo que se opone verdaderamente al egocentrismo que Piaget reconocía en el niño en sus primeras etapas, antes de su escolarización. Esta capacidad para escapar al propio punto de vista, desconsiderada por todas las formas del determinismo, es, posiblemente, una de las características más notables de la cognición humana.

Que no se trata de una posibilidad restringida a complejos y dificultosos procesos científicos, sino disponible para todo ser humano en general se deduce de que el lenguaje contiene formas relacionadas con esta excentración.

Una de ellas es la del punto de referencia temporal. Sabido es, desde Reichenbach, con mucha claridad, (pero ya lo sabía de algún modo Andrés Bello) que para la descripción de un tiempo verbal no siempre es suficiente con la localización temporal del evento respecto del momento de la enunciación. Esto se ve, por ejemplo, en español, en el pluscuamperfecto, forma verbal que indica que la acción no es meramente pasada respecto del momento en que se efectúa la emisión del enunciado, sino pasada respecto de otro momento, también del pasado, que se toma como referencia, y al cual el hecho referido deberá ser anterior. Más sutil y significativo es el caso del pretérito imperfecto. En este tiempo, la acción es pasada respecto del momento de la emisión del enunciado, pero el punto de vista se ha trasladado hasta el momento del evento, como si se lo mirara en simultaneidad con su ocurrencia. Presente inactual llamó por eso Coseriu a este tiempo. Y Bello lo llamó, muy apropiadamente, co-pretérito. Si consignamos que el punto de la enunciación es el lugar “egocéntrico” del lenguaje, esta posibilidad de instalar otros puntos de referencia revela, precisamente, la capacidad de excentración de la cognición humana, plasmada, de manera directa y admirable, en el lenguaje.

Otro dispositivo de excentración del lenguaje es el nexo, o complementante “si” y todo el mecanismo de la expresión de los condicionales. La misma capacidad se revela en el otro nexo “aunque”, llamado concesivo, cuyo significado se halla asociado indefectiblemente al condicional, y al cual presupone necesariamente en su interpretación. El nexo si puede ser entendido como un operador extraño que puede trastocar radicalmente las condiciones de interpretación, refiriendo los hechos no a las circunstancias, no a la situación en que se emite el enunciado, sino a otras, diferentes, alternativas. Curiosamente, en las lógicas y semánticas que tratan estos fenómenos, se habla de cambio de mundo , y, así, se dice que la presencia del operador condicional nos advierte que el evento al que se alude no se verifica en el mundo positivo[1] sino en un mundo alternativo, meramente posible. La operación cognitiva puede describirse más o menos de este modo: el hablante postula - e invita a su oyente a hacer lo mismo - una situación distinta de aquella en que se encuentran, otro mundo. El proceso no implica un cambio de posicionamiento en el tiempo solamente, como en el caso del pretérito imperfecto, sino un cambio de toda la situación o de varias o muchas de sus condiciones actuales.

Estos dos fenómenos  lingüísticos muestran lo que decía Michel Bouchard, que el ser humano, si no físicamente, sí mentalmente puede salir de su punto de vista e instalarse en otros.

Estos datos que el lenguaje nos revela caen en medio de ásperas discusiones antropológicas. ¿Es cerrado o abierto el mundo del hombre? ¿Hay también, para el hombre, como, aparentemente, para la planta y para el animal, un mundo propio, un mundo suyo, para la percepción, para el conocimiento, para el intercambio, para la acción? ¿Vive el hombre en medio de un mundo circundante, o tiene, propiamente, mundo?

Un mundo es una totalidad y tener mundo equivale a estar relacionado con esa totalidad en tanto que totalidad. Contra ello se yergue el carácter del hombre como existente, como existencia “arrojada” en medio de algo que no puede conocer plenamente por el hecho mismo de estar dentro, sujeto a las condiciones que ese algo incognoscible le impone, sujeto a leyes que casi seguramente será imposible descifrar. Si es así tal vez no se podrá decir que el hombre tiene mundo, sino, apenas, un mundo circundante, como la planta o el animal, más complejos tal vez, más ricos y variados, pero no diferentes en cuanto a su clausura. Si, en cambio, la mente puede excentrarse y escapar de algunos condicionamientos (y el lenguaje así parece mostrarlo), salirse el hombre de su mundo tal vez no sea imposible… Y mirarlo desde fuera, y postular, a su lado, otros mundos, más o menos parecidos al suyo. Y sólo si eso puede hacerse, le será lícito emplear la palabra mundo.

Para decirlo de manera algo paradójica: sólo podremos hablar de nuestro mundo si salimos, de alguna manera, de él; si, de alguna manera, no somos totalmente suyos.

El nombre de la isla del Nilo en la interpretación de Michel; el pretérito imperfecto del español; las operaciones semánticas del condicional si son indicios de que el hombre puede emplear la palabra mundo y de que no es ilegítimo decir que tiene mundo, y no apenas un mundo, un mundo circundante en el que en alguna medida está prisionero.

A esas señales podrán sumarse cientos, ninguna que no se haya dicho alguna vez, ninguna sin su polémica: las hipótesis de la ciencia, las utopías, el pensamiento sobre Dios, y dentro de él, tal vez, el mayor de los arrojos, el argumento ontológico… Al lado de ellas, las nuestras son casi invisibles de tanta humildad. La de Michel, en cambio, luce por su ingenio…



[1] En este contexto llamo positivo a un posible realizado. Normalmente se hace referencia a lo mismo como mundo real, con denominación que supone aun muchos más compromisos.


lunes, 19 de mayo de 2014

LA JEUNE PARQUE de Paul Valéry. La ruptura poética de la discursividad.

Es casi imposible dar cuenta de este texto en secuencias. La poesía se resiste a la discursividad: es una de sus secretas -e imposibles - aspiraciones. Lo es incluso en un texto como este, de 512 versos, en que, a primera vista, materialmente, nos impresiona un largo despliegue.
La linealidad se rompe en él de las consabidas maneras que la lírica emplea: con la rima, con el ritmo, con las aliteraciones, con las reiteraciones. Como si los sonidos, que no pueden venir sino unos después de los otros, se empeñaran, en su esfuerzo de no progresar, por volver hacia atrás. Por empezar de nuevo. Cuidadosamente se ha empeñado Valéry en marcar su texto de modo de recordarnos que no se trata de ir hacia adelante, como le gusta al discurrir, al correr de la prosa, tironeada siempre hacia después por lo que hay que decir, por el fin, por el sentido que se quiere constituir, que, como todo sentido siempre se halla, ansiosamente, más hacia allá, en una meta, lejana, tal vez apenas un espejismo, pero visible y a la que aparentemente se puede llegar. La poesía, no. Es pesimista y descree del caminar llano. Vive el lenguaje como en el origen, cuando no se toma el sentido ya hecho, sino cuando el sentido debe erigirse y hacerse a sí mismo. Como hacia el origen.
Por eso dice dificultosamente. Para el que habla y también para el que lee o escucha.
Se dificulta el decir cuando en vez de afirmar sólo se puede preguntar. Esa joven, tan humana, que tal vez es llamada "parca" sólo por su clarividencia del tiempo y de la muerte, ni siquiera puede decirnos, en la apertura del tiempo del poema, que está llorando. En vez de ello se pregunta. No puede decirnos tampoco que ese llanto es su propio llanto. Parece ajeno, como el de otra. ¿Y esa mano que roza su rostro - que cree que roza su rostro - es su propia mano?
La historia es mínima y eso conspira también contra la fluidez. La poesía no cuenta: canta; como decía el romántico español. Cuenta cantando, a veces triunfante y otras veces doliente: un despertar, un amanecer, algo que ha quedado como latiendo luego de desaparecer, un estremecimiento, como la huella en un papel cuando alguien ha borrado las palabras, una serpiente que acababa de morderla... Y, luego casi nada: los pensamientos que se agolpan, los recuerdos, la pasión pasada que renace, la vida que pugna por imponerse otra vez, la sombra de algo reprochable, algún remoto mal, "un crimen por mí misma o sobre mí consumado"... Y la muerte, siempre la muerte, temible, deseable... Todo volviendo una y otra vez, emergiendo en la conciencia y en las palabras.
Dos límites semánticos se levantan como barreras cuando el texto parece empezar a deslizarse y a correr... La negación y la adversación.
En un notable pasaje, entre los versos 381 y 404, la joven imagina para sí una muerte bella, una muerte de puro abandono y resignación, desdeñosa de los matices del mundo, un desdén hecho de lucidez... Las imágenes le generan una cierta euforia, un corazón que se deshace en un humo de incienso que se mezcla con el aire de toda la extensión en una especie de amor con la totalidad. Lanzada a ver con entusiasmo, cómo los astros se hacen parte de ella y tiemblan en su misma esencia, de pronto, brota una voz, otra voz, que grita: "No! No! no irrites ya esta reminiscencia..." No puede ir hacia adelante un discurso donde el yo se desdobla en yo y tú, o donde a veces uno y otro, yo y tú, se retiran, toman su perspectiva y miran la escena como la de una tercera persona... Poema dialógico donde el yo lírico está deshecho y fragmentado. Donde las personas generan negaciones. O, tal vez, a la inversa, donde la negación genera diversas personas.
La adversación, por su parte, no es sino una forma parcial, atenuada, de la negación. Los "peros" y los "sin embargo" son siempre en el discurso un modo de poner un obstáculo. Cuando se llega a ellos, en un cierto sentido hay que volver. Entre los versos 50 y 96, y luego de habernos revelado el hecho clave de la mordedura, la joven se empeña en apostrofar a la serpiente para que se aleje de ella. Mientras ante el lector van quedando manifiestos algunos de los variados - y contradictorios - sentidos de ese antiguo símbolo, la argumentación de la joven afirma su propia suficiencia: toda la clarividencia, todo el dolor (todo el dolor de la clarividencia), que la serpiente le trae no es nuevo para ella, y los ha encontrado, por sí sola, en las largas noches de insomnio. Su inquietud es soberana. Los menores movimientos de su desgarradora fantasía no han ocurrido nunca fuera del control de su voluntad. Y justamente en el clímax de esa autoafirmación, surge, otra vez, lo otro, el otro yo, la otra voz: "Pero yo temía perder un dolor divino." Y besaba, casi ritualmente, la mordedura fina en su mano... La serpiente bien puede ser un emblema de los propios trabajos del alma sobre sí misma, "sombríos intentos" con los que se profundiza el arte de la reflexión. Sí! Pero tal vez no todo es acción humana. Tal vez hay algo divino en esa mordedura y en esa pasión de conocer, de conocerse, de hacerse doler con tanta luz... Y ese "pero", ese obstáculo, esa otra barrera, nos hace, también, volver hacia atrás y empezar de nuevo...
Y así el poema va y vuelve. Golpea contra un extremo y va hacia el otro. Pendular. Cíclico. Y en ese ir y venir recorre los laberintos de una conciencia tironeada por sus propios flujos y pulsiones, por sus afanes y por sus desesperanzas. Una conciencia simplemente humana.https://www.facebook.com/eduardo.bibiloni