UNIVERSO CLAUSO – UNIVERSO ABIERTO
Para quien ha aprendido mucho de los
libros, el hecho de que una revelación proceda de un comentario al pasar de
alguien no demasiado entrelazado con la propia vida, es algo digno de nota. Y
por eso prefiero remitir esta reflexión a una persona y no a alguna lectura
citable.
Mis recuerdos de Miguel Bouchard
tienen ya más de veinte años y no son numerosos. Los acontecimientos que me
vinculan a él son escasos. Sin embargo, dos de ellos, al menos, son
significativos en mi vida. El fue el artífice de un Curso de Mapuche, en la
Alianza Francesa de Comodoro Rivadavia, que dirigía por aquellos años, gracias
al cual tuve mi primer contacto con esa lengua.
Pero he de referirme al otro, menos
datable, menos notable, menos institucional, adecuado sólo a una biografía
interior.
Viajábamos los dos en avión hacia
Buenos Aires y, no sé si por coincidencia o elección, lo hicimos en butacas
contiguas.
Tampoco sé de qué otros asuntos
hablamos, ni cómo vinimos al punto. El caso es que en un momento de la
conversación aludí a esas teorías, ya no muy de moda por entonces, que
postulaban una antigua colonización de la tierra por habitantes de otros mundos
y a una de las pruebas que se aportaban a favor de ella, la de cierta isla en
el Nilo, cuya forma recuerda la de un elefante y que, coincidentemente, lo
refleja en su nombre. La prueba decía, previsiblemente, que sólo quien la viera
desde arriba podía advertir esa semejanza, o sea, un extraterrestre. Los
antiguos egipcios no hubieran podido por sí solos hacerlo sin esa perspectiva
añadida por no disponer de la posibilidad de elevarse físicamente a la altura
necesaria.
El comentario de Michel llegó
naturalmente, sin ninguna pedantería intelectualista: no, no podían
físicamente, pero sí podían hacerlo mentalmente.
Era evidente, aunque yo no lo había
pensado. La prueba de aquellas teorías se venía penosamente abajo. Si los
navegantes del Renacimiento pudieron delinear aproximadamente la forma de
continentes, cómo no iba a ser posible hacerlo con una isla mucho más pequeña.
Esa breve iluminación me ahorró
innumerables tratados de filosofía y de psicología.
Y allí tal vez debiera dejar este
recuerdo, pero le agregaré dos notas lingüísticas. Y elaboraré sobre ellas algo
más. Espero, por no manchar la experiencia original, que estos comentarios,
ahora, al cabo de los años, no le agreguen la pedantería que entonces le faltó.
Esta capacidad de excentración es,
más que la socialización, lo que se opone verdaderamente al egocentrismo que
Piaget reconocía en el niño en sus primeras etapas, antes de su escolarización.
Esta capacidad para escapar al propio punto de vista, desconsiderada por todas
las formas del determinismo, es, posiblemente, una de las características más
notables de la cognición humana.
Que no se trata de una posibilidad
restringida a complejos y dificultosos procesos científicos, sino disponible
para todo ser humano en general se deduce de que el lenguaje contiene formas
relacionadas con esta excentración.
Una de ellas es la del punto de
referencia temporal. Sabido es, desde Reichenbach, con mucha claridad, (pero ya
lo sabía de algún modo Andrés Bello) que para la descripción de un tiempo
verbal no siempre es suficiente con la localización temporal del evento
respecto del momento de la enunciación. Esto se ve, por ejemplo, en español, en
el pluscuamperfecto, forma verbal que indica que la acción no es meramente
pasada respecto del momento en que se efectúa la emisión del enunciado, sino
pasada respecto de otro momento, también del pasado, que se toma como
referencia, y al cual el hecho referido deberá ser anterior. Más sutil y
significativo es el caso del pretérito imperfecto. En este tiempo, la acción es
pasada respecto del momento de la emisión del enunciado, pero el punto de vista
se ha trasladado hasta el momento del evento, como si se lo mirara en
simultaneidad con su ocurrencia. Presente inactual llamó por eso Coseriu a este
tiempo. Y Bello lo llamó, muy apropiadamente, co-pretérito. Si consignamos que el punto de la enunciación es el
lugar “egocéntrico” del lenguaje, esta posibilidad de instalar otros puntos de
referencia revela, precisamente, la capacidad de excentración de la cognición
humana, plasmada, de manera directa y admirable, en el lenguaje.
Otro dispositivo de excentración del
lenguaje es el nexo, o complementante “si” y todo el mecanismo de la expresión
de los condicionales. La misma capacidad se revela en el otro nexo “aunque”,
llamado concesivo, cuyo significado
se halla asociado indefectiblemente al condicional, y al cual presupone
necesariamente en su interpretación. El nexo si puede ser entendido como un operador extraño que puede trastocar
radicalmente las condiciones de interpretación, refiriendo los hechos no a las
circunstancias, no a la situación en que se emite el enunciado, sino a otras,
diferentes, alternativas. Curiosamente, en las lógicas y semánticas que tratan
estos fenómenos, se habla de cambio de mundo , y, así, se dice que la presencia
del operador condicional nos advierte que el evento al que se alude no se verifica
en el mundo positivo[1]
sino en un mundo alternativo, meramente posible. La operación cognitiva puede
describirse más o menos de este modo: el hablante postula - e invita a su
oyente a hacer lo mismo - una situación distinta de aquella en que se
encuentran, otro mundo. El proceso no implica un cambio de posicionamiento en
el tiempo solamente, como en el caso del pretérito imperfecto, sino un cambio
de toda la situación o de varias o muchas de sus condiciones actuales.
Estos dos fenómenos lingüísticos muestran lo que decía Michel
Bouchard, que el ser humano, si no físicamente, sí mentalmente puede salir de
su punto de vista e instalarse en otros.
Estos datos que el lenguaje nos
revela caen en medio de ásperas discusiones antropológicas. ¿Es cerrado o
abierto el mundo del hombre? ¿Hay también, para el hombre, como, aparentemente,
para la planta y para el animal, un mundo propio, un mundo suyo, para la
percepción, para el conocimiento, para el intercambio, para la acción? ¿Vive el
hombre en medio de un mundo circundante, o tiene, propiamente, mundo?
Un mundo es una totalidad y tener
mundo equivale a estar relacionado con esa totalidad en tanto que totalidad.
Contra ello se yergue el carácter del hombre como existente, como existencia
“arrojada” en medio de algo que no puede conocer plenamente por el hecho mismo
de estar dentro, sujeto a las condiciones que ese algo incognoscible le impone,
sujeto a leyes que casi seguramente será imposible descifrar. Si es así tal vez
no se podrá decir que el hombre tiene mundo, sino, apenas, un mundo
circundante, como la planta o el animal, más complejos tal vez, más ricos y
variados, pero no diferentes en cuanto a su clausura. Si, en cambio, la mente
puede excentrarse y escapar de algunos condicionamientos (y el lenguaje así
parece mostrarlo), salirse el hombre de su mundo tal vez no sea imposible… Y
mirarlo desde fuera, y postular, a su lado, otros mundos, más o menos parecidos
al suyo. Y sólo si eso puede hacerse, le será lícito emplear la palabra mundo.
Para decirlo de manera algo
paradójica: sólo podremos hablar de nuestro
mundo si salimos, de alguna manera, de él; si, de alguna manera, no somos
totalmente suyos.
El nombre de la isla del Nilo en la
interpretación de Michel; el pretérito imperfecto del español; las operaciones
semánticas del condicional si son
indicios de que el hombre puede emplear la palabra mundo y de que no es
ilegítimo decir que tiene mundo, y no apenas un mundo, un mundo circundante en
el que en alguna medida está prisionero.
A esas señales podrán sumarse
cientos, ninguna que no se haya dicho alguna vez, ninguna sin su polémica: las
hipótesis de la ciencia, las utopías, el pensamiento sobre Dios, y dentro de
él, tal vez, el mayor de los arrojos, el argumento ontológico… Al lado de ellas,
las nuestras son casi invisibles de tanta humildad. La de Michel, en cambio,
luce por su ingenio…
[1] En este contexto llamo positivo a un posible realizado.
Normalmente se hace referencia a lo mismo como mundo real, con denominación que supone aun muchos más compromisos.