viernes, 28 de agosto de 2020

CARTA A GONZALO TORRENTE BALLESTER

 

Madrid, 8 de Marzo de 1995.

Estimado Señor:

          Primero vacilé. Después me dije: hoy en día se ha hecho costumbre que el lector salga a escena y tome la palabra, ¿por qué yo no? Entonces pensé en la inconveniencia de escribir en un sobre: Sr. Gonzalo Torrente Ballester, España: era demasiado tentar la fama de un hombre. Más tarde, por un estudiante que anduvo por mis pagos (yo vivo en Comodoro Rivadavia, una ciudad junto al mar, en la Patagonia Argentina, en una provincia que conserva un viejo nombre tehuelche, Chubut), supe que el lugar era Salamanca. Y nada más. Después pasaron los días e hicieron su trabajo de siempre: poco a poco fueron desgastando aquel propósito.

         Hoy lo rescaté del olvido. Pero, en realidad, no fui yo, sino Ud. Tanto me movieron unas páginas de Compostela y su ángel, que desentumecí la fantasía y aprovechando que puedo acceder a una guía de teléfonos, me animé y aquí estoy.

         No creo interesantes otros detalles: soy un lector. Ud. sabe todo lo que eso quiere decir: alguien que sabe vivir en otros mundos con otras vidas, que sufre y espera con otros seres lejanos e inasibles,  que se goza en los sutiles y extraños placeres del adjetivo justo y de la voltereta gramatical.

          Es más: soy un lector de Torrente Ballester (le pido que asigne a la preposición el énfasis que le cabe). Quiero decir que aquellas experiencias se acentúan cuando se trata de un libro suyo. Y que a ello se agrega  una no sé cuál complicidad con el autor, de la que Ud, que en ella participa, acaba de enterarse. No pretendo explicar estas cosas: sólo declararlas. Declaro que he pasado una parte de mi vida en Pueblanueva del Conde (y un poco de ella se me ha quedado allí). Declaro haber sido partidario del encuentro prohibido del rey con la reina (que no lo sepa la Santa Inquisición). Declaro que la decadencia y el final de los dioses de Homero me ha suscitado una sonrisa un poco ama

rga. Declaro mi sorpresa y mi perplejidad ante esa vana eternidad de Don Juan.

         Podría continuar pero no lo hago porque temo estar usurpando este lado de la palabra que a Ud. le corresponde. Al fin y al cabo, mi intención bien puede resumirse en una frase de admiración y de agradecimiento: gracias por las palabras y gracias por los mundos.

          Que el lector abandone su silencio es tal vez una extravagancia muy propia de nuestros tiempos. Extravagancia o no, que sirva en este caso como una señal que echa luz sobre el siempre misterioso destino de los libros. Sepa que este lector, que tiene al menos el mérito de ser uno de los más remotos, acoge a los suyos con calor y amistad.

         Afectuosamente,

        Eduardo Bibiloni


viernes, 10 de abril de 2020

¿QUÉ ES UNA BECA?

Leo en un cuento de Mujica Láinez llamado El amigo, de Misteriosa Buenos, que “la beca encarnada” “revolotea” “sobre el gabán de paño”… ¿Encarnada, una beca? ¿Revoloteando? ¿Sobre un gabán?
Luego de releer suponiendo un error mío visual o una errata del libro, prosigo, y el mismo autor, que ha previsto mi desorientación (y – adivino - no sin una sonrisita burlona), me aclara, condescendiente, “esa faja que es lo único que le queda de su ropa estudiantil”…
La beca, una faja…
Corro al diccionario, y la autoridad falla, como era de esperar, a favor del burlón: “Faja que como insignia llevaban los estudiantes sobre el manto y que iba cruzada en bandolera por el pecho y la espalda”.

A mi orgullo humillado le queda una única salida: agregarle al episodio algo de teoría, por lo menos, una pedantería desesperada, ya tal vez inútil.
Mentar el término metonimia pueda tal vez salvarme de la vergüenza y permitirme recuperar algo del honor perdido.
De su resonancia culta, de origen griego, se colige que la palabra viene de lejos, pero, desechando las discusiones de la vieja retórica, que hubiera clasificado al fenómeno como sinécdoque y no como metonimia, me amparo para la denominación en la autoridad de un maestro, Roman Jakobson, quien, en su estudio sobre la afasia, distinguió las figuras por similaridad y sustitución (como la metáfora), de las que lo son por contigüidad, como la metonimia.
El concepto en Jakobson es más bien sintáctico, pero para ilustrarlo podemos ayudarnos del  diccionario mismo.
De la primera acepción, ya mencionada, el sentido se va deslizando a objetos vecinos, hasta denotar no ya a la prenda de vestir  sino al estudiante mismo que la llevaba, y luego a la plaza, al lugar, en la escuela, que el estudiante ocupa. Así, imaginemos decir que “la escuela cuenta con una capacidad de treinta becas”, o que “concurren a ella treinta becas”. Se comprende bien el proceso mental: si cada estudiante lleva una beca, da lo mismo contar estudiantes que contar becas. Es lo que ocurre con  el consabido ejemplo de las cabezas de ganado, o el de las lanzas que acompañaban al Cid en su destierro.
Es también un modo de generalizar: si hablo de estudiantes puedo desviar mi atención a rostros y otras señas particulares. Si digo “becas” los igualo a todos en una denominación común. Casi el valor de una variable. Una clase. Un género.
Sentidos figurados, dice el diccionario. Con ello sólo quiere aludir a esa incontenible capacidad del Léxico de una lengua de recrearse incesantemente en el uso, de derivar unos sentidos a partir de otros.
Por suerte, las nociones de metáfora y de metonimia, entre varias más, contribuyen a poner un poco de orden en esa proliferación.
Por fin, para mi sosiego, el diccionario, pero sólo como última acepción, da razón a mi espíritu confundido y me asegura que una beca es, también, lo que yo creía, lo único que yo sabía, esto es, un “estipendio o pensión temporal que se concede a alguien para que continúe o complete sus estudios”. Ya no es cualquier plaza, sino una muy especial, tanto que su sentido no puede ser adquirido sino en contextos. Hay algo delicado y cuidadoso en la denominación… Mucho menos delicados y cuidadosos fueron los franceses cuando al mismo objeto lo llamaron bourse, bolsa, o más antiguamente, monedero, palabra que remonta al griego byrsa, cuero trabajado, odre para el vino, todos ellos procesos de denominación también claramente metonímicos. 
En fin, si nos ramificamos en historias paralelas de otras lenguas, nos perderemos en el infinito..

Hubiera preferido, confieso, contar con otra tranquilidad: que el diccionario marque el término como arcaico. No lo hace. Es más: me dice que todavía se usa en el contexto de actos académicos solemnes. He tenido alguna experiencia no muy directa con tal tipo de actos. Era colorido y había togas negras y birretes, pero no podría decir si los estudiantes llevaban becas. El no contar con la palabra, ay, me privó de ver mejor.


jueves, 9 de abril de 2020


RUBEN DARIO Y CELEDONIO FLORES

Reunir en un título los nombres de Rubén Darío, el cantor del "verso azul y la canción profana" y de Celedonio Flores, el autor de ilustres tangos como "Mano a mano" o "Margot", no responde al mero afán de sorprender.
Tampoco sería suficiente para hacerlo el dato casual: en 1896, el mismo año en que Rubén Darío publicaba en Buenos Aires sus "Prosas Profanas", nacía (no hace falta decir que en la misma ciudad) el negro "Cele".
Tal vez venga sí más a cuento un hecho que no sé si ha sido suficientemente estudiado: la presencia de Rubén Darío en las letras del tango. Basta repasar someramente en el recuerdo algunas de ellas para encontrar ejemplos de un léxico rubeniano: la "garçonnière", el "fino baccarat", o la cita directa: "la sonatina que soñó Rubén (del tango La novia ausente) o el común atractivo obsesionante de la figura de Margarita Gautier.
Pero la motivación de esta nota es más directa: el caso es que Celedonio Flores escribió también un poema titulado Sonatina, que vale la pena transcribir.

                                                   SONATINA     

          La bacana está triste ¿qué tendrá la bacana?
          Ha perdido la risa su carita de rana
          y en sus ojos se nota yo no sé qué penar.
          La bacana está sola en su silla sentada,
          el fonógrafo calla y la viola colgada
          aburrida parece de no verse tocar.

          Puebla el patio el berrido de un pebete que llora,
          tiran bronca dos viejas y chamuya una lora
          mientras canta I Pagliacci un vecino manyín.
          La bacana no ríe, la bacana no siente,
          la bacana parece que ha quedado inconciente,
          con el mate ocupado por algún berretín.

          ¿Piensa acaso en el coso que la espera en la esquina
          o en aquel que le dijo que era muy bailarina
          con tapín de mafioso, compadrito y ranún?,
          ¿En aquel que una noche le propuso el espiante?
          ¿En aquel cajetilla entallao de elegante?
          ¿O en aquel caferata que es un gran pelandrún?

          ¡Oh, la pobre percanta de la bata rosa!
          quiere tener menega, quiere ser poderosa,
          tener departamenteo con mishé y gigoló,
          muchas joyas debute, un peleche a la moda.
          Porque en esta gran vida el que no se acomoda
          y la vive de grupo al final se embromó.

          Ya no quiere la mugre de la pieza amueblada,
          el bacán que la shaca ya la tiene cansada,
          se aburrió de esta vida de continuo ragú;
          quiere un pibe a la gurda que en baile con corte
          les de contramoquillo a los reos del Norte,
          los fifi del Oeste, los cafishos del Sú.

          - "Vamos, vamos, pelandra" - dice el coso que llega-
          "esa cara de otaria que tenés no te pega;
          levantate ligero y unos mangos pasá."
          Está el patio en silencio; un rayito de luna
          se ha colado en la pieza, mientras la pelandruna
          saca vento de un mueble y le dice: - "Tomá".


Hoy los teóricos del discurso, en un caso así, hablarían de intertextualidad ( el texto nos remite a otro texto ) y de deconstrucción ( el texto comenta al otro texto, criticándolo y proponiendo un nuevo sentido). Celedonio Flores, que no podía usar estas palabras, habría hablado probablemente de "parodia".
Sea cual sea la manera de denominar este fenómeno, el hecho es que, salvo que el poema de Rubén sea totalmente desconocido (caso raro), no se puede leer esta "Sonatina" sin pensar en la otra. El efecto es que, quiéralo o no, el lector asocia un texto con otro, los superpone, los "calca", y ya no puede considerar sus semejanzas sin pasar inmediatamente a sus diferencias. Y son éstas, seguramente, las que quedan como sentido del texto.
Veamos. Los personajes de ambos poemas son figuras femeninas: una es una princesa, la otra, una "bacana". El registro lingüístico de este último término ya nos impacta con su contraste, y nos distancia los mundos de uno y otro poema.
Lo mismo ocurre con los demás elementos del ambiente de uno y otro poema. Celedonio Flores ha transmutado el "clave sonoro" en un fonógrafo, la "dueña parlanchina" en dos viejas que "tiran bronca", los pavos reales en una lora que chamuya y el bufón en el vecino manyín.
La princesa y la bacana, una y otra, están tristes. En esto no hay diferencias. Pero ¿cuál es la causa de la tristeza en un caso y en el otro? Rubén Darío se pregunta en sonoros versos:

          ¿Piensa acaso en el Príncipe de Golconda o de China,
          o en el que ha detenido su carroza argentina
          para ver de sus ojos la dulzura de luz,
          o en el rey de la islas de las rosas fragantes
          o en el que es soberano de los claros diamantes
          o en el dueño orgulloso de las perlas de Ormuz?

Frente a estos fastuosos personajes tenemos en la otra Sonatina al "coso" que la espera en la esquina, al que le propuso el espiante, al cajetilla, al caferata. El caso es que una "persigue por el cielo de Oriente la libélula vaga de una vaga ilusión" en tanto que la otra tiene "el mate ocupado por algún berretín".
En las estrofas siguientes ambos poetas arriesgan su explicación de la tristeza de su princesa y su bacana, respectivamente.
Rubén sostiene que "la pobre princesa" "quiere ser golondrina, quiere ser mariposa, tener alas ligeras, bajo el cielo volar". Flores en cambio afirma que "la pobre percanta" "quiere tener menega (dinero), quiere ser poderosa, tener departamento con mishé y gigoló. La princesa "ya no quiere el palacio ni la rueca de plata, ni el halcón encantado, ni el bufón escarlata"; la bacana "ya no quiere la mugre de la pieza amueblada" y "el bacán que la shaca ya la tiene cansada".
Como no podía ser menos, los finales de ambas historias son muy diferentes. No es difícil adivinar cuál será el feliz: a la princesita se le presenta el hada madrina y le anuncia la llegada del "feliz caballero" que la adora sin verla y que - el poema nos deja presentirlo - la arrancará de su fastidio. La bacana - era previsible - no tendrá la misma suerte: el que llega es "el coso", el bacán que la shaca, el que se hace mantener por ella, y le pide unos mangos. Y ella, ¡la pelandruna!, se los da.
         
Las Prosas Profanas de Rubén Darío (donde se encuentra su célebre Sonatina) habían dejado en Buenos Aires y en toda América una estirpe de poetas rubenianos, clones del maestro, que,  como él, poblaban sus versos de cisnes de cuello grácil, marquesas afrancesadas, blasones aristocráticos, musas licenciosas. Importaban oropeles usados y pretendían aclimatar las palabras del hastío, el "spleen" y "l'ennui". Hasta en las mismas letras de tango pueden encontrarse estos vestigios...
Ante esta enfermedad, ¿puede pensarse un antídoto mejor que el que preparó Celedonio Flores? La burla intencionada pero no agresiva, casi juguetona, casi amistosa, casi un guiño de complicidad, debe haber aventado -suponemos- la epidemia. Sin reproches, sin admoniciones, sin estridencias, socarronamente, con la proverbial picardía del porteño, viene a decir: volvamos la mirada a lo cercano, a los mitos prójimos (es decir, próximos), al romanticismo que habita en nuestro barrio, donde también hay gente que sueña y anhela (no se piense que Celedonio aprueba los "berretines locos", las "infelices ilusiones", pero esto sería motivo de otras lecturas de sus tangos).
         
La historia de la bacana de nuestro poema contrasta con la de Margot, la del célebre tango. 
Las aspiraciones, los anhelos, de la primera, quedan frustrados, no pasan de meros sueños. No sin crítica del autor, la "pelandruna" en el gesto final, muestra que se acomoda a su destino. 
Margot, en cambio, "ha cambiado de suerte". Pero al precio no solo del vicio y de la culpa, sino, peor aún, de la alienación, de la traición a sí misma. El nombre es la señal de esa enajenación: "ya no sos mi Margarita, ahora te llaman Margot".

Celedonio Flores es un moralista, (repasen sus letras si no me creen) y no puede pasarse sin mostrar las defecciones de sus personajes, encerrados entre el conformismo desfalleciente y cobarde, de un lado, y, por el otro, la indecencia y la falsificación. Por contraste, a partir de sus letras, tal vez podríamos intentar construirnos algunas moralejas.