sábado, 4 de mayo de 2013

EL DIOS QUE VIENE.
Entre las múltiples versiones de la historia como un camino hacia la realización de un dios, la más bella que conozco está en una de las famosas cartas de Rilke a Xaver Kappus, publicadas bajo el título Cartas a un Joven Poeta, que, aunque nunca fue pensada como tal, es, posiblemente, la obra más famosa de este autor. Se trata de la que en la colección se incluye como Sexta en el orden cronológico, y que fue escrita en vísperas de Navidad, el 23 de Diciembre, en 1903.
Rilke descree en ella de la idea de que su joven poeta, al salir de la infancia habría perdido a Dios. Si verdaderamente alguien tuviera a Dios, ¿podría perderlo acaso como se pierde una piedrecilla?, se pregunta. Y propone, luego, otra manera de concebir la relación del hombre con Dios. Dice:

¿Por qué no piensa más bien que Él es Aquél que aun ha de venir, el que desde hace una eternidad está por llegar: El Venidero, fruto supremo de un árbol cuyas hojas somos nosotros? ¿Qué le impide proyectar Su nacimiento hacia los tiempos por venir? Y ¿qué le priva de vivir su propia vida, como se vive un día doloroso y bello en la larga historia de una magna preñez? ¿No ve cómo todo cuanto acontece es siempre un comienzo? Y ¿no podría ser esto el principio de Él, ya que todo comenzar es en sí tan bello? Si Él es El Más Perfecto, ¿no ha de precederle forzosamente algo menos grande, para que Él pueda elegir su propio ser de entre la plenitud y la abundancia? ¿No debe Él ser El Último, para poder abarcarlo todo en sí mismo? ¿Qué sentido tendría nuestra existencia si Aquél a quien anhelamos hubiera sido ya?
Así como las abejas liban y juntan la miel también nosotros extraemos de todo lo más dulce para edificarlo a Él. Podemos iniciarlo también con lo ínfimo. Con lo que menos presencia tenga: siempre que suceda por amor. Con el trabajo y luego con el reposo. Con un silencio. Con una pequeña y solitaria alegría. Con todo cuanto realicemos solos, sin partícipes ni seguidores, iniciamos a Aquél que no alcanzaremos a conocer, como tampoco nuestros antepasados pudieron conocernos a nosotros. Sin embargo, esos que hace tanto tiempo pasaron, están aún dentro de nosotros. Como depósito, herencia y fundamento. Como carga que pesa sobre nuestro destino. Como sangre que bulle, y como ademán que se alza desde las profundidades del tiempo. ¿Hay algo que logre arrebatarle la esperanza de llegar algún día a estar del mismo modo en Él, que es El Más Lejano, El Supremo?

Este Dios que no está en el remoto origen, que no es un Dios pasado, sino un Dios que viene, y que deviene a partir de cada acto nuestro, no un Dios Creador, sino un Dios Consumador, puede asimilarse a una de las visiones geométricas de la historia que repasábamos en el post anterior, la de la línea que asciende hacia una plenitud.
En este sendero del tiempo los seres humanos somos como hojas de un árbol que aún espera producir su fruto. Mediadores en la realización de un ser más pleno.O somos como las abejas que extraemos de todo la dulzura, esa dulzura que será Él. No sólo en una dinámica de inercia que nos arrastra, sino, mejor, en una tarea.
Frente a este visión finalista del tiempo, la diferencia de la visión cristiana, la de una línea quebrada, que asciende y luego desciende, es que, de este lado de la historia, en esta ladera del tiempo, desde la que la otra no puede verse, donde el origen resulta tan remoto, tan inaccesible, donde el fin parece dominarlo todo, Dios, a pesar de ello, debe ser pensado no solamente como el dios del final, sino, como en Apocalipsis 1:8, "el que es, el que era, el que viene". Diríase: el que primero hace, el que luego rehace, el que, finalmente recoge y reúne.
Dos de ellos ya han actuado. El tercero es el dios actuante en este tiempo. Y los poetas, por lo visto, lo perciben...