viernes, 26 de julio de 2019


LA SONRISA SIN GATO

El gato de Cheshire es uno de los pocos seres amables que Alicia encuentra en Wonderland, su extraño país de maravillas.
Lo ha visto por vez primera al pie de la chimenea, en la casa de la duquesa, y ya sonreía, “de oreja a oreja”, lo cual no deja de causar la intriga de Alicia. Interrogada al respecto, la duquesa sólo puede aducir como razón que es un gato de Cheshire (pero ya sabemos que las conexiones causales en Wonderland suelen dejarnos bastante insatisfechos).
Luego de salir de la casa con un niño en brazos, un niño que la duquesa le ha arrojado para que lo acune, y que se le ha ido transformando de a poco en un cerdo, ya en el camino, Alicia vuelve a encontrar al gato, que al verla, sonríe otra vez.
A partir de allí, ambos mantienen un sabrosísimo diálogo, para delicia de lógicos y lingüistas. Pero no nos detengamos en él, porque lo que nos interesa es la sonrisa.

En el curso de la conversación el gato desaparece y vuelve a aparecer más de una vez. Como Alicia se queja de que tales apariciones y desapariciones tan súbitas la marean, para complacerla, la última vez el gato empieza desvanecerse “muy lentamente, empezando por la punta de la cola y terminando por la sonrisa, la cual permaneció algún tiempo luego que el resto se había ido”.

Alicia comenta para sí: “Muchas veces he visto un gato sin sonrisa; pero una sonrisa sin gato es la cosa más curiosa que he visto en mi vida”.
Y allí habría que dejar la historia. Y los comentarios. El de Alicia es tan sintético, tan certero, tan agudo, que cualquier aditamento no hará sino enturbiarlo.
Pero la tentación particular de sacarle al asunto algún jugo gramatical nos arrastra, y, por detrás, la pasión incontenible de comentar, de volver a decir una vez más, de otro modo, lo ya dicho.
El asunto podría tratarse con aquella distinción que nos enseñaron en la escuela: “gato” es un sustantivo concreto y “sonrisa” es un abstracto; nos dijeron, además, que el concreto designa algo que se puede ver o tocar y que el abstracto, no.
Es muy fácil proponer ejemplos que demuestren que esa explicación basada en los sentidos anda muy descaminada. Pasémosla por alto, pues. Y pasemos también por alto la razón de su persistencia escolar (y no sólo en los primeros años y como un modo aproximativo de introducir arduas nociones semánticas en niños pequeños).
Mejor – y mucho más claro – es decir simplemente que “sonrisa” es un sustantivo derivado de un verbo, el verbo “sonreír”. Y que de allí nacen las perplejidades de Alicia y las nuestras. De ahí nace que la manera de ser de una sonrisa se nos aparezca tan distinta de la de ser un gato.
Y aunque Alicia no puede evitar que se le cuele la palabra “cosa”, ese peligroso comodín, sería mejor esquivarla para no ahondar las dificultades. Mejor que “cosa”, una sonrisa es una acción, un suceso, un acontecimiento. Es decir: algo hermanado con la temporalidad, algo que nos cuesta fijar, retener, demorar. Y que nos cuesta además concebir aisladamente, sin un soporte, sin otro algo - o alguien - sobre  los cuales se da, ocurre, aparece. Algo o alguien a quien asignarlo: un gato, por ejemplo (aunque en nuestro mundo, a diferencia del de Alicia, no sea el mejor lugar para encontrar una sonrisa).
Significativamente, la dificultad de concebir una sonrisa sin gato, Lewis Carroll se la ha trasladado a John Tenniel, quien ilustró la primera edición y cuyos dibujos siguen acompañando a la mayoría de las actuales. Para representarla Tenniel no ha podido evitar trazar, al menos, algunas líneas de la cara. En el dibujo no hay un gato, un gato entero, pero hay al menos una cara. El gato o la cara le hacen de fondo a la sonrisa. Para que pueda aparecer.
Es fácil decir con palabras: una sonrisa sin gato. No le es tan fácil a un dibujante plasmarlo en un papel. No le es fácil tampoco a nuestra imaginación imaginarlo.
¿Podemos, al menos, pensarlo?
A eso nos invita este pasaje.
Wonderland es un mundo fluido, un mundo de puras sucesiones, donde es imposible reposar la atención en objetos estables, que dejen de mutar. Todo se cambia en otra cosa, todo deja de ser y vuelve de otro modo. El mismo lenguaje vacila en asignar nombres… El niño deja de ser niño y debe ser llamado cerdo. Nuestro gato pasa del ser al no ser con sorprendente facilidad y rapidez. Está y no está. Y en un momento deja de ser propiamente un gato para pasar a ser una sonrisa.
Sólo una sonrisa.
Una sonrisa sin gato.
Un puro acontecer.
El pasaje, tal vez, nos invita a preguntarnos: ¿Wonderland no será nuestro mundo?


viernes, 12 de julio de 2019


EL SEÑORITO Y EL AMA DE LLAVES. UN APÓLOGO.
Él, el hablante, es el señorito; ella, la gramática, es el ama de llaves.
Se llevan exactamente como prescriben sus tipos literarios.
Él es algo disipado y voluble; ella es ordenada y metódica. No pueden no tener sus pequeñas escaramuzas.
Él piensa que ella es un poco cargosa y obsesiva; ella, que él es descuidado y bastante caprichoso.
Él se deja llevar por la magia del instante, por la lógica de lo actual; ella, por el contrario, se siente la representante de la sagrada ley de la costumbre.
Dentro de la casa, los conflictos, después de todo, no son tan graves. La ropa por el suelo se vuelve a acomodar fácilmente en sus lugares, la vajilla desparramada y sucia, se lava y se ordena. Es inútil explicarle al señorito que si no fuera así, la vida se le haría difícil porque nunca volvería a encontrar las cosas y perdería tiempo en andar buscándolas cada vez. Él quizás descansa secretamente en esa presencia casi siempre discreta y servicial y sabe que puede desentenderse y dirigir su atención, siempre viva, a objetos más atractivos, un libro, una música, una idea que lo obsesiona. Ella es poco más que otro utensilio de la casa: a un mismo tiempo se cuenta con ella y se la ignora. De tan consabida es casi invisible. De tan necesaria es casi inexistente. Ella, no obstante, segura de sí y convencida de su tarea, sigue adelante sin perturbarse, íntima y ajena a la vez, orgullosa pero solícita. A veces rezonga un poco, pero luego, sonríe levemente desde su lejanía inmemorial,  y contempla a su amo con una ligera sonrisa de comprensión, y aun de afecto.
Lo peor es la relación con el mundo de afuera de la casa. Por supuesto, el señorito sale con sus camisas perfectamente planchadas y blancas. Y con los botines bien lustrosos. Pero ¡cómo vuelven, por Dios! La suciedad es lo de menos: se quita. Lo malo es esa aura que les queda de cosa irremisiblemente diferente. Como si no fueran los mismos. Como si el uso les dejara una nueva esencia, un perfume que no pueden quitar las lejías más poderosas. Y él, que percibe de algún modo tales transmutaciones, parece amar más esos objetos, que por haber perdido algo de su lozanía previa, le parecen, paradójicamente, más nuevos. Ese algo que se les ha quedado pegado, un cierto olor de tabaco, un perfume insinuante, son ya parte de ellos para siempre. El ama, que no deja de notarlo, y de valorarlo - aunque a ella misma le cueste creerlo -  no por ello renuncia a someterlos a sus prácticas de aseo y orden, a intentar domesticarlos para que no rompan la armonía de la casa.  Ilusoriamente piensa tal vez que al dejarlos de nuevo en su lugar de siempre, ha  conjurado su inquietante virulencia.
Y así sigue la vida, entre arrogancias y admoniciones, entre aventuras y cautelas. Las pequeñas historias de todos los días vuelven a repetirse en variaciones siempre iguales y siempre sorprendentes. Cada uno de los dos cumple su papel estrictamente, como si hubiese sido asignado por un inflexible director de escena, según un guión eterno.
No sé si ellos lo saben, pero se necesitan.
Y creo que no podrían vivir el uno sin el otro.

domingo, 7 de julio de 2019

NOCHE DE ANGELES Y OTROS RELATOS
De Blas Tadeo Cáceres
Presentación día 7 de julio de 2019
FERIA DEL LIBRO COMODORO RIVADAVIA
(Agrego mi participación)

Me toca a mí participar en esta presentación en mi condición de profesor de Letras, es decir, como un espécimen de esos que arrojan sobre las obras literarias una mirada incisiva y metódica; soy, además - advierto - dentro de la especie, uno de esos que, más que en el escritor o en las circunstancia de su labor, prefiere cebarse en las propiedades de la escritura.
Blas creo que desconfiaba un poco de nosotros, y seguramente tenía razón. Y por eso nunca tal vez se dio la oportunidad de contarle, Nelly Kesen y yo, todo lo que habíamos extraído de su cuento El Buey allá por el año 89, luego de un largo tiempo dedicado a su estudio.
Y es como profesor de Letras, y no sólo como lector, que puedo declarar aquí que la publicación de sus cuentos es, por fin, un acto de justicia con una obra que ciertamente merecía ver la luz, la luz pública - la luz pública de la publicación, valga la redundancia - a través de ese soporte entrañable que es el papel, que puede ir de mano en mano y cumplir por esa vía su imprevisible destino. Es una justicia con la literatura misma, que no debía prescindir de esta contribución.
Como el nadador del cuento el profesor de Letras está casi obligado a sumergirse, a bucear entre las ondas de una textualidad, en las anfractuosidades sumergidas, y cada tanto, si puede, emerger con la exultación de sus hallazgos.
Y por haberlo hecho, en aquel entonces con sólo 4 relatos, y ahora con todos los de este Noche de Ángeles y otros relatos, y por haber buceado y emergido exultante, muchas veces, es que celebro este acontecimiento.


Y como profesor de letras debo, aunque sea brevemente, justificar mi juicio. Para no agobiar con categorías de análisis, tomo las tres dimensiones  de las retóricas clásicas, las de la inventio, la dispositio y la elocutio.
Pero no teman. Esta presentación tendrá un mérito: seré breve. Y, además, seré leve en el análisis.
    

La primera dimensión, la inventio, tiene que ver con los temas, los asuntos que trata la obra.
Según nos dice el autor han sido extraídos de “la vida real” y las historias son “verdaderas”.  Pero ya sabemos que no tenemos que creerles demasiado a esos adjetivos “real”, “verdaderas”, y que, para que el relato se parezca a la vida la imaginación debe hacer su parte (la palabra latina inventio recoge bien esa dualidad: lo que encontramos dado, la anécdota que constituye el centro de la historia, y, luego la invención de los detalles). ¡Y Cáceres está enamorado de los detalles!  Los detalles llenan esa profusa noche de ángeles, y los ambientes de muchos otros relatos y nos hacen creer que allí estuvimos, ofreciéndonos la carnadura de lo real. Pero, como contrapartida, están los otros relatos, los de ambientes exóticos, que el autor ha reunido en un apartado especial de su libro, el  cuarto, pero que lo desbordan y reaparecen en varios otros lugares. Allí, la inventio no es reflejo del mundo, por lo menos del inmediato, sino creación de mundo, de mundos.
Blas nos ha facilitado el estudio de los temas y ha intentado cierta clasificación; y, así es como luego de Noche de Ángeles, que, por extensión, se ha ganado su lugar aparte, el primero (y también cierto privilegio en el nombre del volumen), vienen en 2, los del ambiente de su infancia paraguaya (“allí todo era exagerado, casi irreal”, nos dice); luego, en 3, los del amor, de los que nos confiesa que le “cuesta forzar los finales para hacerlos más felices” y, así, nos sustrae del relato, por ejemplo, la culminación de esa noche feliz de amor que preparó con su bondiola al romero, y con la música y las luces… Y nos vemos obligados a imaginarla.  Si contamos por número de historias, el amor le gana a todos los otros temas (nueve relatos). Y por algo debe ser. Es en la parte 4, decíamos, donde reúne los cuentos que nos trasladan a horizontes remotos, como de las “las mil y una noches”, nos dice, pero que llegan desde el cercano hasta el remoto oriente, “historias de reyes poderosos pero tristes”, según sus propias palabras. Finalmente, en la última parte, los relatos trabajados por la seducción de “los paisajes desolados, las grandes playas desiertas, los valles milenarios, los restos fósiles”; la Patagonia, “hermosa, y “tan solitaria”…
Pero podríamos trazar otras líneas de clasificación. Intento una: de un lado, los relatos de la fantasía que se demora en la belleza de las cosas, en las promesas del amor, en el acicate del deseo, en fin, en la contundente inmediatez del ser y de la vida. No falta, no obstante, nunca, en esa plenitud, alguna pincelada algo melancólica.
Del otro lado están “las historias dramáticas”, nos dice en la Introducción. Nombra varias. Yo señalo dos, El Buey, y, por supuesto - otra vez debo nombrarla - Noche de Ángeles, historias en las que la vida se acerca peligrosamente a ese borde donde linda con la muerte, y donde alguna ilusión absurda (poseer un winchester, aunque sea al precio de una enorme humillación), o algún alarde de coraje o de poder, o al menos, alguna resignación, son los únicos diques que la vida levanta contra la desesperación definitiva. De ellos podríamos decir lo que El Rubio dice de El Sapo, en Noche de Ángeles, con profundidad filosófica sin duda prestada por el autor: “Una amargura grande le comía por dentro, pero necesitaba seguir”. Estos personajes son verdaderos héroes, que se ignoran a sí mismos como tales, porque son los héroes de una épica interior. Para acceder a ella se necesita una narrativa como la de Cáceres que irrumpe de lleno en la intimidad de las conciencias.
Reconocido el patrón tal vez podemos generalizarlo y trasladarlo a muchos otros personajes. El mismo narrador de Noche de Ángeles lo hace y refiriéndose, por ejemplo, a los inmigrantes europeos de otros tiempos, y a los emigrantes nuestros de ahora comenta, con igual filosofía: “la misma ilusión, atrás las mismas penas”. Si ello es así, tenemos tal vez la clave de por qué, aun en los relatos donde fluye la esperanza de la vida, no falta la nota de tono menor: aun en medio de la exaltación de lo inmediato se hace casi imposible olvidar del todo la precariedad de las cosas, la fragilidad de lo humano.
Los caracteres dramáticos son memorables. Pero también lo son los otros. Los que ejercen  sin fisuras el oficio de vivir… La niñera de clandestina lascivia; o esa adorable señora Suzumushi con su amor inconmovible, que es como un lugar seguro y habitable al que su amante desesperado y escéptico vuelve ineluctablemente después de todas las fugas.
¡Y los personajes no humanos! La costilla de Ella, tataratataranieta de Eva, que padece sin queja las apreturas de un amor exaltado y fogoso, relato “humorísticamente erótico” lo clasifica el autor; y el caballito de madera de la calesita (relato de una rara perfección), y la flor lila, no humanos pero dotados de conciencia (algunas de ellos, incluso, toman la palabra). Yo creía que, en esta línea, era difícil emular a Mujica Láinez…
El personaje tira en la obra de Cáceres. Quiero decir: el personaje es como un motor que arrastra el discurso. “Cuando uno agarra el personaje, todo lo demás es fácil”, dice en algún pasaje. Y un dato: en la Introducción, casi cree deber disculparse porque Noche de Ángeles se le ha hecho demasiado largo. Su explicación: “algunos de estos cuentos no toleran la brevedad. Espero que mi exceso me sea perdonado por el eventual lector… ocurre que a veces uno o varios personajes se rebelan y el cuento corto pasa a ser largo”. El Rubio, el inolvidable Rubio, ha cobrado vida y al narrador le cuesta abandonarlo y no seguirlo hasta el final.

Pero dejemos los temas de la inventio, aunque prestan al libro su mayor interés inmediato. Y pasemos a la dispositio, es decir a la estructura de los relatos. Nuevamente El Buey y Noche de Ángeles son ejemplares, porque al lado de los demás, en general más lineales, muestran un gran trabajo de composición. Los instrumentos de esa complejidad son varios: el entrecruzamiento de diferentes historias, las diferentes voces y puntos de vista, que originan planos narrativos diversos, la ruptura de las linealidades temporales, la apertura del relato a los posibles narrativos, al futuro. Elementos para el estudio del lector profesional, el profesor de Letras, pero que todo lector atento puede percibir, valorar, e incluso disfrutar. Lo más notable es que estas complejidades, si bien pueden introducir en un primer contacto de lectura algún efecto de extrañamiento (y recuerdo que tal efecto ha sido reconocido por la teoría desde los albores del Siglo XX como uno de las propiedades más centrales de la literaturidad), una vez procesadas, no obstan a la transparencia de la historia. Los cambios de locutor en Noche de Ángeles, por momentos son abruptos. Los diálogos carecen de las habituales marcas notacionales (ni comillas, ni guiones, ni nada). Y sin embargo el lector identifica sin vacilar de quién es cada voz y puede seguirlos con total naturalidad. Hay en todo ello como una voluntad de adelgazamiento de la mediación narrativa hasta el punto de poner en escena, teatralmente, a los personajes. Y el lector, así, gana la ilusión de estar presente. De ser testigo.

Vayamos por fin a la última de mis dimensiones: la elocutio. En los años 50 los profesores de letras hubiéramos dicho “el estilo”; ahora acostumbramos decir “la escritura”. Se trata de la cualidad de la verbalización, de esas diferencias que nos llaman la atención o nos sorprenden. Pero también de la propiedad y la justeza del vocablo, o del giro. Cualidades de lo microtextual. Allí es donde se juega, muchas veces, el destino de los libros, porque no basta que la idea sea brillante o profunda. O que la arquitectura sea compleja y sugerente. También hay que acertar momento a momento en la linealidad de los vocablos que se suceden unos a otros. En definitiva, el destino  de una obra se juega palmo a palmo.
No es casual que los jurados de Paraguay hayan creído necesario crear un premio especial para destacar la calidad verbal de su novela Narrador, Narrador.
Con paciencia de orfebre, de bordador, Cáceres talla, teje cada oración, cada juntura. No abundemos. Leo, como forma de la evidencia inmediata, uno de los tantos pasajes posibles, elegido casi al azar.
“Nunca viviremos juntos, le dije una tarde mientras mirábamos el oleaje que rompía sobre un arrecife en una caleta estrecha, a media hora de la ciudad. Tienes menos años de los que yo quisiera, y yo más de los que tú desearías tener. Creo que ya es tarde para mí. Ella no me respondió. Jugaba con las piedras redondas de la playa, pensativa y ausente. Me acerqué a su rostro y vi que lloraba, en silencio. Las lágrimas habían formado un fino arroyo de plata sobre sus mejillas rosadas. Era imposible resistirse a esa imagen y la besé con violencia. Abrió la boca y me entregó su néctar con abandono.”
Pero no se trata sólo de los modos de la consabida belleza de la frase.
En el estudio que le dedicamos con Nelly Kesen a El Buey hubimos de detenernos largamente en una frase: “Al rifle, digo”, tres palabras apenas, y sin ninguno de los atributos de lo que, convencionalmente, se dice “belleza literaria”. Y sin embargo, es imposible no reconocer que, en su contexto, abre sobre el personaje un espacio de inagotable hondura psicológica. También aciertos como esos componen la escritura. Tres palabras coloquiales que resuelven bien un pasaje, son también arte de palabra.
    
En fin, podríamos seguir largamente, pero es tiempo de que el presentador se aparte a un lado y deje lugar al verdadero protagonista, a la obra…
Que después de este obligado preámbulo, de aquí en más, ella, por sí misma, predique sus bondades.
El documento, Noche de Ángeles y otros relatos por fin, felizmente, está al alcance de todos.
Señoras y señores, pues, pasen y vean por sí mismos.
Pasen y vean.
Pasen y lean.