lunes, 19 de mayo de 2014

LA JEUNE PARQUE de Paul Valéry. La ruptura poética de la discursividad.

Es casi imposible dar cuenta de este texto en secuencias. La poesía se resiste a la discursividad: es una de sus secretas -e imposibles - aspiraciones. Lo es incluso en un texto como este, de 512 versos, en que, a primera vista, materialmente, nos impresiona un largo despliegue.
La linealidad se rompe en él de las consabidas maneras que la lírica emplea: con la rima, con el ritmo, con las aliteraciones, con las reiteraciones. Como si los sonidos, que no pueden venir sino unos después de los otros, se empeñaran, en su esfuerzo de no progresar, por volver hacia atrás. Por empezar de nuevo. Cuidadosamente se ha empeñado Valéry en marcar su texto de modo de recordarnos que no se trata de ir hacia adelante, como le gusta al discurrir, al correr de la prosa, tironeada siempre hacia después por lo que hay que decir, por el fin, por el sentido que se quiere constituir, que, como todo sentido siempre se halla, ansiosamente, más hacia allá, en una meta, lejana, tal vez apenas un espejismo, pero visible y a la que aparentemente se puede llegar. La poesía, no. Es pesimista y descree del caminar llano. Vive el lenguaje como en el origen, cuando no se toma el sentido ya hecho, sino cuando el sentido debe erigirse y hacerse a sí mismo. Como hacia el origen.
Por eso dice dificultosamente. Para el que habla y también para el que lee o escucha.
Se dificulta el decir cuando en vez de afirmar sólo se puede preguntar. Esa joven, tan humana, que tal vez es llamada "parca" sólo por su clarividencia del tiempo y de la muerte, ni siquiera puede decirnos, en la apertura del tiempo del poema, que está llorando. En vez de ello se pregunta. No puede decirnos tampoco que ese llanto es su propio llanto. Parece ajeno, como el de otra. ¿Y esa mano que roza su rostro - que cree que roza su rostro - es su propia mano?
La historia es mínima y eso conspira también contra la fluidez. La poesía no cuenta: canta; como decía el romántico español. Cuenta cantando, a veces triunfante y otras veces doliente: un despertar, un amanecer, algo que ha quedado como latiendo luego de desaparecer, un estremecimiento, como la huella en un papel cuando alguien ha borrado las palabras, una serpiente que acababa de morderla... Y, luego casi nada: los pensamientos que se agolpan, los recuerdos, la pasión pasada que renace, la vida que pugna por imponerse otra vez, la sombra de algo reprochable, algún remoto mal, "un crimen por mí misma o sobre mí consumado"... Y la muerte, siempre la muerte, temible, deseable... Todo volviendo una y otra vez, emergiendo en la conciencia y en las palabras.
Dos límites semánticos se levantan como barreras cuando el texto parece empezar a deslizarse y a correr... La negación y la adversación.
En un notable pasaje, entre los versos 381 y 404, la joven imagina para sí una muerte bella, una muerte de puro abandono y resignación, desdeñosa de los matices del mundo, un desdén hecho de lucidez... Las imágenes le generan una cierta euforia, un corazón que se deshace en un humo de incienso que se mezcla con el aire de toda la extensión en una especie de amor con la totalidad. Lanzada a ver con entusiasmo, cómo los astros se hacen parte de ella y tiemblan en su misma esencia, de pronto, brota una voz, otra voz, que grita: "No! No! no irrites ya esta reminiscencia..." No puede ir hacia adelante un discurso donde el yo se desdobla en yo y tú, o donde a veces uno y otro, yo y tú, se retiran, toman su perspectiva y miran la escena como la de una tercera persona... Poema dialógico donde el yo lírico está deshecho y fragmentado. Donde las personas generan negaciones. O, tal vez, a la inversa, donde la negación genera diversas personas.
La adversación, por su parte, no es sino una forma parcial, atenuada, de la negación. Los "peros" y los "sin embargo" son siempre en el discurso un modo de poner un obstáculo. Cuando se llega a ellos, en un cierto sentido hay que volver. Entre los versos 50 y 96, y luego de habernos revelado el hecho clave de la mordedura, la joven se empeña en apostrofar a la serpiente para que se aleje de ella. Mientras ante el lector van quedando manifiestos algunos de los variados - y contradictorios - sentidos de ese antiguo símbolo, la argumentación de la joven afirma su propia suficiencia: toda la clarividencia, todo el dolor (todo el dolor de la clarividencia), que la serpiente le trae no es nuevo para ella, y los ha encontrado, por sí sola, en las largas noches de insomnio. Su inquietud es soberana. Los menores movimientos de su desgarradora fantasía no han ocurrido nunca fuera del control de su voluntad. Y justamente en el clímax de esa autoafirmación, surge, otra vez, lo otro, el otro yo, la otra voz: "Pero yo temía perder un dolor divino." Y besaba, casi ritualmente, la mordedura fina en su mano... La serpiente bien puede ser un emblema de los propios trabajos del alma sobre sí misma, "sombríos intentos" con los que se profundiza el arte de la reflexión. Sí! Pero tal vez no todo es acción humana. Tal vez hay algo divino en esa mordedura y en esa pasión de conocer, de conocerse, de hacerse doler con tanta luz... Y ese "pero", ese obstáculo, esa otra barrera, nos hace, también, volver hacia atrás y empezar de nuevo...
Y así el poema va y vuelve. Golpea contra un extremo y va hacia el otro. Pendular. Cíclico. Y en ese ir y venir recorre los laberintos de una conciencia tironeada por sus propios flujos y pulsiones, por sus afanes y por sus desesperanzas. Una conciencia simplemente humana.https://www.facebook.com/eduardo.bibiloni

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