EL SEÑORITO Y EL AMA DE LLAVES.
UN APÓLOGO.
Él, el hablante, es el señorito; ella, la gramática, es el ama de
llaves.
Se llevan exactamente como prescriben sus tipos literarios.
Él es algo disipado y voluble; ella es ordenada
y metódica. No pueden no tener sus pequeñas escaramuzas.
Él piensa que ella es un poco cargosa y
obsesiva; ella, que él es descuidado y bastante caprichoso.
Él se deja llevar por la magia del instante,
por la lógica de lo actual; ella, por el contrario, se siente la representante
de la sagrada ley de la costumbre.
Dentro de la casa, los conflictos, después de
todo, no son tan graves. La ropa por el suelo se vuelve a acomodar fácilmente
en sus lugares, la vajilla desparramada y sucia, se lava y se ordena. Es inútil
explicarle al señorito que si no fuera así, la vida se le haría difícil porque
nunca volvería a encontrar las cosas y perdería tiempo en andar buscándolas
cada vez. Él quizás descansa secretamente en esa presencia casi siempre
discreta y servicial y sabe que puede desentenderse y dirigir su atención, siempre
viva, a objetos más atractivos, un libro, una música, una idea que lo
obsesiona. Ella es poco más que otro utensilio de la casa: a un mismo tiempo se
cuenta con ella y se la ignora. De tan consabida es casi invisible. De tan
necesaria es casi inexistente. Ella, no obstante, segura de sí y convencida de
su tarea, sigue adelante sin perturbarse, íntima y ajena a la vez, orgullosa
pero solícita. A veces rezonga un poco, pero luego, sonríe levemente desde su lejanía
inmemorial, y contempla a su amo con una
ligera sonrisa de comprensión, y aun de afecto.
Lo peor es la relación con el mundo de afuera
de la casa. Por supuesto, el señorito sale con sus camisas perfectamente
planchadas y blancas. Y con los botines bien lustrosos. Pero ¡cómo vuelven, por
Dios! La suciedad es lo de menos: se quita. Lo malo es esa aura que les queda
de cosa irremisiblemente diferente. Como si no fueran los mismos. Como si el
uso les dejara una nueva esencia, un perfume que no pueden quitar las lejías
más poderosas. Y él, que percibe de algún modo tales transmutaciones, parece
amar más esos objetos, que por haber perdido algo de su lozanía previa, le parecen,
paradójicamente, más nuevos. Ese algo que se les ha quedado pegado, un cierto olor
de tabaco, un perfume insinuante, son ya parte de ellos para siempre. El ama,
que no deja de notarlo, y de valorarlo - aunque a ella misma le cueste creerlo
- no por ello renuncia a someterlos a
sus prácticas de aseo y orden, a intentar domesticarlos para que no rompan la
armonía de la casa. Ilusoriamente piensa
tal vez que al dejarlos de nuevo en su lugar de siempre, ha conjurado su inquietante virulencia.
Y así sigue la vida, entre arrogancias y
admoniciones, entre aventuras y cautelas. Las pequeñas historias de todos los
días vuelven a repetirse en variaciones siempre iguales y siempre
sorprendentes. Cada uno de los dos cumple su papel estrictamente, como si
hubiese sido asignado por un inflexible director de escena, según un guión
eterno.
No sé si ellos lo saben, pero se necesitan.
Y creo que no podrían vivir el uno sin el otro.
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