viernes, 12 de julio de 2019


EL SEÑORITO Y EL AMA DE LLAVES. UN APÓLOGO.
Él, el hablante, es el señorito; ella, la gramática, es el ama de llaves.
Se llevan exactamente como prescriben sus tipos literarios.
Él es algo disipado y voluble; ella es ordenada y metódica. No pueden no tener sus pequeñas escaramuzas.
Él piensa que ella es un poco cargosa y obsesiva; ella, que él es descuidado y bastante caprichoso.
Él se deja llevar por la magia del instante, por la lógica de lo actual; ella, por el contrario, se siente la representante de la sagrada ley de la costumbre.
Dentro de la casa, los conflictos, después de todo, no son tan graves. La ropa por el suelo se vuelve a acomodar fácilmente en sus lugares, la vajilla desparramada y sucia, se lava y se ordena. Es inútil explicarle al señorito que si no fuera así, la vida se le haría difícil porque nunca volvería a encontrar las cosas y perdería tiempo en andar buscándolas cada vez. Él quizás descansa secretamente en esa presencia casi siempre discreta y servicial y sabe que puede desentenderse y dirigir su atención, siempre viva, a objetos más atractivos, un libro, una música, una idea que lo obsesiona. Ella es poco más que otro utensilio de la casa: a un mismo tiempo se cuenta con ella y se la ignora. De tan consabida es casi invisible. De tan necesaria es casi inexistente. Ella, no obstante, segura de sí y convencida de su tarea, sigue adelante sin perturbarse, íntima y ajena a la vez, orgullosa pero solícita. A veces rezonga un poco, pero luego, sonríe levemente desde su lejanía inmemorial,  y contempla a su amo con una ligera sonrisa de comprensión, y aun de afecto.
Lo peor es la relación con el mundo de afuera de la casa. Por supuesto, el señorito sale con sus camisas perfectamente planchadas y blancas. Y con los botines bien lustrosos. Pero ¡cómo vuelven, por Dios! La suciedad es lo de menos: se quita. Lo malo es esa aura que les queda de cosa irremisiblemente diferente. Como si no fueran los mismos. Como si el uso les dejara una nueva esencia, un perfume que no pueden quitar las lejías más poderosas. Y él, que percibe de algún modo tales transmutaciones, parece amar más esos objetos, que por haber perdido algo de su lozanía previa, le parecen, paradójicamente, más nuevos. Ese algo que se les ha quedado pegado, un cierto olor de tabaco, un perfume insinuante, son ya parte de ellos para siempre. El ama, que no deja de notarlo, y de valorarlo - aunque a ella misma le cueste creerlo -  no por ello renuncia a someterlos a sus prácticas de aseo y orden, a intentar domesticarlos para que no rompan la armonía de la casa.  Ilusoriamente piensa tal vez que al dejarlos de nuevo en su lugar de siempre, ha  conjurado su inquietante virulencia.
Y así sigue la vida, entre arrogancias y admoniciones, entre aventuras y cautelas. Las pequeñas historias de todos los días vuelven a repetirse en variaciones siempre iguales y siempre sorprendentes. Cada uno de los dos cumple su papel estrictamente, como si hubiese sido asignado por un inflexible director de escena, según un guión eterno.
No sé si ellos lo saben, pero se necesitan.
Y creo que no podrían vivir el uno sin el otro.

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